El piropo como mandato y la apropiación del cuerpo femenino

Por: Julieta Evangelina Cano y María Laura Yacovino
Fuente: desgenerandoelgenero
Fecha de publicación: 04-04-14


El acoso callejero es una de las formas de violencia simbólica hacia las mujeres más naturalizada. Prueba de esto es que pese a la incomodidad que nos genera, no todas las mujeres nos atrevemos a responder 
in situ, y la respuesta que muchas veces recibimos al socializarlo es ¡no es para tanto! ¡Es un piropo!

En esta entrada -y en consonancia con la semana contra el acoso callejero- pretendemos repensar el lugar del piropo, de donde viene, que representa, y que se invisibiliza tras su naturalización.

Como dijimos al inicio, estamos en el terreno de la violencia simbólica. Bourdieu sostiene que ésta “se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador” (2000:51) y que “la fuerza simbólica, es una forma de poder que se ejerce directamente sobre los cuerpos y como por arte de magia, al margen de cualquier coacción física” (2000:56). Es decir que este acceso al cuerpo de la mujer tanto de manera carnal o verbal se produce porque esta incorporada la relación de dominio.

En esta línea, Rita Segato nos aporta en su libro Las Estructuras Elementales de la Violencia, una idea que nos permite poner en duda la inocuidad del piropo callejero: “El uso y abuso del cuerpo del otro sin su consentimiento puede darse de diferentes formas, no todas igualmente observables” (2010; 40). Esta idea nos invita a cuestionar el estatus del piropo tanto en su forma “linda” como en las más “groseras”. ¿De que hablamos entonces, cuando una persona -extraña o no- se ostenta el derecho de enunciar algo con respecto a un cuerpo sin  el consentimiento del portador del mismo? Hablamos de una apropiación del cuerpo de la mujer. En el tren, en el colectivo, en la calle... las mujeres fuimos a lo largo de la historia armando estrategias para sentirnos menos invadidas y evitar el acoso que en definitiva, restringen nuestra libertad en el espacio público, lugar masculino por antonomasia. Por ejemplo, asistir a una reunión o transitar en una calle a la noche se convierte en menos peligroso si vamos acompañadas de un varón. Esto instaura y confirma el mensaje “una mujer sola esta en peligro”, y pone en movimiento la maquinaria de segregación y restricción del sistema patriarcal. En el espacio público se hace evidente que la apropiación de nuestro cuerpo es una batalla que debemos seguir dando.

Rita Segato en el mismo libro al que recién hicimos referencia, le dedica un apartado a la violación, en tanto mandato de poder en las relaciones de género. Este “expresa el precepto social de que ese hombre debe ser capaz de demostrar su virilidad, en cuanto compuesto indiscernible de masculinidad y subjetividad, mediante la extracción de la dádiva de lo femenino (…) En otras palabras, el sujeto no viola porque tiene poder o para demostrar que lo tiene. Sino porque debe obtenerlo” (2010: 40). Considerando que, como citamos al inicio, para esta autora cuando habla de abuso del cuerpo del otro no solo refiere a la violación carnal, se comprende que en realidad esa apropiación del cuerpo de la mujer en cualquiera de sus formas tiene por fin demostrar su masculinidad ante sí mismo y ante la sociedad. Pensemos sino que sucede cuando los “piropeadores” están en grupos: en esas ocasiones es claro que se habla de un cuerpo (cosificado de la mujer) cuyo destinatario es otro cuerpo (el del sujeto masculino), en una actitud de camaradería que los reconoce y posiciona en el lugar de la masculinidad definida por el patriarcado.

Para intentar explicar lo que nos produce a las mujeres este acceso a nuestro cuerpo sin nuestro consentimiento, Segato define la “violación alegórica” en la cual “no se produce un contacto que pueda calificarse de sexual pero hay intención de abuso y manipulación indeseada del otro” (2010:40). Esta situación desencadena en la mujer el mismo sentimiento de terror, dolor, humillación, que podría causar una violación carnal, ya que nos antecede y atraviesa una profunda estructura de sometimiento que conecta con el terror de esos actos de poder. Y este es un temor que vivenciamos las mujeres: en la vía pública un varón puede sentir inseguridad por ser asaltado, pero una mujer siente además el terror de ser una potencial víctima de violación.
Es esto lo que muchas veces sentimos las mujeres cuando somos receptoras del acoso callejero. Ese cuerpo fragmentado por la voz y la mirada masculina, ese acorralamiento a veces literal, esa sensación al pasar por una esquina adueñada por varones, puede activar el miedo a la violación ya que nos rememora que toda mujer es potencial víctima de esa violencia y de la cual no sabemos cual será el final.

Segato postula que la alegoría por excelencia de este tipo de violación  es la mirada fija masculina en su“depredación simbólica del cuerpo femenino fragmentario” (2010: 41). En la mirada fija no hay intercambio posible ya que es imperativa, de captura. Es decir instaura un par activo-pasivo del cual ya conocemos las características.



Más allá de sus distintos nombres (piropos, acosos, violaciones alegóricas, etc), siempre estamos hablando de que se acercan a nuestro cuerpo sin nuestro consentimiento. Tras este acoso disfrazado de piropo se esconde la violencia simbólica, la heteronormatividad y el patriarcado. 




Bibliografía
-Bourdieu, P.: La dominación Masculina. Anagrama, 2000.
-Benalcazar, M.: Piropos callejeros: Disputas y negociaciones. Flacso Ecuador, 2012. Tesis de Maestría.
-Segato, R.: LAs estructuras elementales de la violencis. Ensayo sobre género, antropología, el psicoanalisis y los derechos humanos. Prometeo Libreos, 2010

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