Los estudiantes son personas, no máquinas

Autor: Alfredo Gaete
Fuente: El mostrador
Fecha de publicación: 16-12-13

Cuando hayamos entendido que los estudiantes son personas, no máquinas, habremos entendido que son seres únicos a quienes no tiene sentido tratar de manera uniforme; y, más aún, que tienen el derecho a no ser tratados así (por el solo hecho de ser personas). La homogeneización de los procesos educativos es cuestionable, pues, no sólo a nivel de su efectividad: es también cuestionable a nivel ético. Porque induce al sistema educativo a tratar a sus beneficiarios como si fueran menos que personas.

Una de las características más obvias, más innegables de la persona humana es su unicidad. No hay dos personas que hayan pasado exactamente por las mismas experiencias o, en parte por eso, que tengan exactamente las mismas inclinaciones o las mismas capacidades. En educación esto se manifiesta particularmente en el hecho de que los estudiantes responden de manera muy diversa a los distintos estilos y metodologías de enseñanza. Hay los que ven mejor de lo que escuchan, y los que escuchan mejor de lo que ven; hay los que aprenden sentados y tranquilos, y los que necesitan moverse para pensar; hay los que captan rápidamente los principios de algo a partir de un par de ejemplos y, a la inversa, los que van con facilidad de lo general a lo particular. De ahí que las personas, a diferencia de los autos, los computadores y otras máquinas, no puedan hacerse en serie.

Esta perogrullada se ignora casi por completo en nuestro sistema educativo actual, cuya valoración por la diversidad del alumnado es prácticamente nula. Existe, en particular, una absurda pero muy difundida tendencia a homogeneizar todo, absolutamente todo: las prácticas pedagógicas, la duración y el formato de las clases, el currículo, la evaluación, la infraestructura de los establecimientos educacionales, la organización del espacio e incluso cosas aparentemente tan triviales como la forma de vestir de los estudiantes. En este mundo escolar plano e insípido, en el que se intenta normalizar cada rincón del individuo y su entorno, no tiene cabida la unicidad de la persona –y, en esa medida, queda obstaculizado el proceso de aprendizaje–. Si el estudiante no puede estarse quieto, no aprende, porque el profesor no sabe cómo enseñarle a un niño que se mueve tanto (“no es normal”); si habla o baila mejor de lo que ve o escucha también está en desventaja, porque la clase se centra en lo que el profesor dice y escribe en la pizarra y apenas considera lo que el alumno quiere decir (distinto de lo que se espera que diga) o los movimientos que hace (si es que se le permite hacerlos). Si su trasfondo cultural es distinto al del profesor –o al de los empleadores del profesor– también está embromado, porque a nadie le interesa en realidad. Si no está motivado para aprender, bueno, hasta ahí no más llegó: “El problema es de la casa”. (Pocos parecen dar crédito al esfuerzo que hiciera el gran filósofo de la educación, John Dewey, para convencer a los educadores de que parte de su tarea era despertar el deseo por aprender). Ni qué decir de si el estudiante es sordo o ciego, o si tiene síndrome de Down, porque para situaciones como estas muchos de nuestros profesores se declaran (ellos mismos) sencillamente incompetentes.

Cuando discuto estos asuntos con educadores y otra gente interesada en educación, suelo escuchar de vuelta que uno no le puede pedir tanto al profesor, que para eso están los “especialistas”. Esta respuesta no deja de sorprenderme (e inquietarme), no porque no crea en los especialistas, sino porque hasta donde puedo ver el profesor debería ser el especialista. En efecto, parte de lo que se espera de alguien que domina el arte de enseñar es que pueda enseñarle no sólo a un cierto tipo de estudiante sino a cualquier o casi cualquier estudiante. Esto es lo que el común de los mortales no sabe hacer –aquello para lo cual la sociedad requiere de profesores (y escuelas de pedagogía)–. De modo que por supuesto que necesitamos especialistas: especialistas de la enseñanza. O sea, buenos profesores.

Espero se entienda que no pretendo negar que hay, sin duda, otros especialistas que son de gran ayuda en situaciones puntuales. El tema es que la demanda por “otros especialistas” decrecería dramáticamente si se conjugaran dos situaciones: una, que nuestros profesores estuvieran realmente preparados para –y dispuestos a– atender la diversidad; la otra, que esa atención consistiese no en tratar de corregir la diversidad –uniformarla–, sino en aceptarla, promoverla y hacer que aprendamos de ella.

Una manifestación de uniformidad y homogeneización que, a mi parecer, es de las más dañinas en educación, tiene que ver con la rigidez con que se determina el tiempo que cada alumno necesita para lograr ciertos aprendizajes. Así, por ejemplo, se actúa como si todos o casi todos los alumnos aprendieran a leer, a escribir, a sumar y a restar durante un periodo de instrucción similar –como si Juanito y María necesitaran más o menos el mismo tiempo para aprender cada una de estas cosas–. También se asume que debiesen hacerlo en la misma secuencia –como si no fuese posible o deseable o sensato que, por ejemplo, mientras Juanito aprende a leer en primero básico y a restar en cuarto, María aprende a restar en primero y a leer en cuarto–. En la educación universitaria se verifican fenómenos análogos. Con poquísimas excepciones, las carreras universitarias duran prácticamente lo mismo. No importa si usted quiere ser ingeniero, psicólogo, actor, diseñador o educador: en cualquier caso, para obtener su título se le exigirá un proceso de estudios de 4 a 5 años. A nadie parece ocurrírsele que para llegar a dominar el arte de la enseñanza uno puede necesitar más años de estudio que para dominar otras artes o disciplinas; o que algunos estudiantes podrán aprender en tres años de estudio lo que otros en cinco y lo que otros en siete. Nos parece “natural” que todos los estudiantes aprendan de la misma forma, en la misma secuencia y en el mismo número de años, independientemente de la carrera que estudian o las particularidades de cada uno de ellos.

Es curioso que el uniforme, según dicen algunos, haya sido pensado, al menos en parte, para hacer frente a los conflictos que podrían surgir de la diferencia social, que por cierto puede hacerse patente en la ropa. Digo que es curioso, porque el uniforme no es un modo de afrontar, sino de evitar, los problemas y desafíos que plantea la diferencia. Gracias al uniforme, hay una lección de civilidad, buena convivencia y respeto mutuo que nos ahorramos en las escuelas. Aceptémoslo: no podemos educar para la diversidad si la hacemos desaparecer.

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